Siempre había pensado que el yoga no era para mí. Lo había descartado,
sin siquiera probarlo, porque me parecía
demasiado estático. Soy nerviosa, muy nerviosa, me muevo con rapidez y mi
mente, por más que trate de frenarla, va a la velocidad de una centrifugadora.
He practicado diferentes deportes y en ninguno de ellos lograba que mi mente
estuviera al 100% centrada en lo que estaba haciendo. Haciendo largos en la
piscina soy capaz de escribirme mentalmente varios artículos, y montando en
bici tiendo a ir haciendo el planning de la semana. El aerobic, a pesar de que exige concentración,
me estresa porque no logro seguir los pasos. El step, que tan de moda se puso
en su momento, me resultó imposible, casi me caigo de bruces un día por no
saber coordinar los saltitos. Y qué deciros del spinning: me crea un estrés
inconmensurable con los gritos del profesor, arriba y abajo del sillín. En una
ocasión, buscando la manera de hacer ejercicio con cierta espiritualidad,
llegué a practicar taichí, pero me aburrió soberanamente.
Al yoga llegué de pura chiripa, como supongo llegas a las
cosas que pueden cambiarte la vida, por casualidad y sin haberlo planificado.
Un día me llamaron del centro municipal que está cerca de mi casa. Al inicio
del curso escolar me había apuntado a todo lo que tenían, que era poco, yoga y gimnasia de
mantenimiento (programación pensada, deduzco, para la tercera edad del barrio).
Como estaba todo lleno, me pusieron en lista de espera. Y cuando ya se me había
olvidado, a los seis meses, me llamaron a decirme que había una plaza libre en
yoga. No tuve el valor de rechazarlo y
allí fui sin ningún convencimiento, convencida de que no duraría más de una
clase. Fue el 7 de mayo de 2012, no os digo más de la importancia que tuvo ese
día, que hasta lo recuerdo.
Creo que no llevaba ni media hora de clase cuando me di
cuenta de que había encontrado la disciplina adecuada para mí. Para realizar
las posturas de yoga necesitas usar todos los músculos de tu cuerpo, pero
también tu mente. Si no te concentras plenamente en lo que estás haciendo no
lograrás mantener la postura. Esa conexión entre cuerpo y mente es lo que me ha
enganchado del yoga. Mi coco, que por lo general está a varias horas por
delante o a varios kilómetros de distancia de mi cuerpo, es obligado a
focalizarse en el aquí y en el ahora. No
puede pensar en listas de compra, en artículos, en trabajo, en niños, en
cumpleaños, en menús para las cenas. Y esa fusión de mente y cuerpo me ofrece
una paz y una concentración que desconocía. Estar con una pata en alto y los
brazos por encima de la cabeza, en la postura del árbol, me proporciona una
serenidad que no había experimentado nunca antes. Supongo que en eso consiste
el mindfulness que se ha puesto tan
de moda últimamente: en ser plenamente consciente del momento presente, en no
huir de dónde estamos, en dejar que la mente se concentre en lo que está
haciendo el cuerpo.
Además tuve que reconocer que el yoga de estático no tiene
nada, es un ejercicio fabuloso que tonifica y proporciona muchísima
elasticidad. Soy consciente de que hablo como si hubiera sido captada por una
secta. No os digo más que estoy soñando con irme a un retiro de yoga. Ya os
contaré.